Had you been there tonight you might know how it feels
to be struck to the bone in a moment of breathless delight.




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Katamari Damacy


Durante cierta parte de mi infancia a mis padres les entró la moda de llevarme todas las semanas a jugar a un parque. Debía ser cuando mi hermana aún era bebé y mis otros tres hermanos todavía no nacían, porque recuerdo que debía jugar siempre solo o con hijos de extraños. Por la cantidad de política y diplomacia que requería la interacción con otros niños, casi siempre prefería jugar solo, en la arena (¿por qué había arena en ese parque?) usando el juguete favorito de los niños pobres, la imaginación, mientras mis padres me observaban a una distancia prudente.

Fue durante una de esas jornadas polvorientas que decidí que la montaña del terror que acababa de construir con un balde requería una bandera. Me levanté, sacudí la arena de mis overoles, y corrí al arbusto más cercano. Tomé una ramita y le quité todas las hojas, menos la que estaba más cerca de la punta. Ya iba a regresar cuando algo me detuvo y me hizo fijarme en el arbusto. Lo miré fijamente, el tiempo suficiente para que mi mamá se levantara de su asiento y me regresara a mi montículo de arena, temiendo quizá que alguien me estuviera ofreciendo algo, escondido entre los arbustos. Ya sentado, juntando mugre de nuevo, de cuando en cuando volteaba a ver el arbusto, tratando de asir con mi pequeño cerebro lo que me había cautivado de su imagen. Tenía que ver con lo que había hecho, con el sujetar en mi mano una rama a la que había desnudado casi por completo; al ver la hoja en la punta, al ver las hojas que había arrancado tiradas en el suelo, al ver el arbusto que me rebasaba en altura, al ver los árboles en el camino a casa y otras plantas misceláneas del parque... algo me estaba sobrecojiendo y un tenue descubrimiento se estaba abriendo paso dentro de mi tierna cabecita.

"Hay... muchas hojas en el mundo", fue lo que pensé.

Por alguna razón, este descubrimiento y sus implicaciones reaparecieron muchas veces a lo largo de toda mi vida. En esa primer reflexión infantil, descubrí algo de lo que no me había percatado antes: que yo había tomado algo de ese arbusto y que no parecía haberlo afectado en ninguna manera, porque era una de... de muchas. Me atrevo a afirmar que en ese entonces todavía no sabía contar, pero sí podía apreciar la multiplicidad del objeto que tenía en mi mano. Noté la existencia individual de los elementos que conformaban el arbusto, más que verlo como una cosa íntegra, sólida, como lo había hecho hasta ese momento. Llevé mi reflexión un paso más allá, preguntándome si, de decidirme a arrancar cada una de las hojas, terminaría algún día. Me parecía un prospecto infinito, pero de alguna manera concluí que en algún momento tendría que parar, y el arbusto quedaría desnudo. Pero ante esta conclusión, algo más comenzaba a formarse en mi cabeza, muy vagamente... pero era muy joven para llevar más lejos este pensamiento. Lo dejé por la paz, de todos modos había llegado una niña que quería adueñarse de mi territorio y requería de todas mis energías para poder ahuyentarla.


Conforme fui creciendo fui madurando poco a poco la evasiva cuestión. Durante una asamblea en la secundaria, dejé de ponerle atención al bailable en turno y centré mi atención en un enorme árbol de la calle de enfrente, cuya copa asomaba por encima de la barda de la escuela. Era alto y frondoso, pero a mi edad no había mucha diferencia entre ese arbol y el arbusto enano que me había dejado perplejo a los cuatro años: era enorme. Ya había pasado la fase de darme cuenta de que estaba formado por muchas hojas; ahora lo que ocupaba mi tiempo era pensar que me gustaría saber cuántas hojas tenía el árbol. De ahí, rápidamente subía un nivel y me preguntaba cuál sería el número de hojas de todos los árboles de la cuadra. De ese árbol que estaba viendo, podía adivinar un número quizá entre las decenas de miles. Para los del resto de la cuadra, el número debería estar en los millones. La siguiente pregunta lógica era, cuántas hojas hay en el mundo.

La verdad, yo no buscaba un número. No me interesaba una cifra google o una que abarcara varias páginas de un cuaderno. Lo que yo quería era ver una manifestación que pudiera representar fielmente lo imposiblemente cósmico de la cantidad de hojas en el mundo. Como, por ejemplo, comprobar si todas las hojas del mundo podrían llenar el cañón de Colorado. O si todas las hojas juntas, bien apretadas entre ellas, podrían crear un bloque lo suficientemente pesado como para triturar a una persona. Ésta última imagen me interesaba, porque podía pensar que era lógico y hasta una aseveración modesta. Pero entonces, saber cuál sería el daño que alcanzaría a lograr, si no sólo podría triturar a una persona, sino a una cuadra o una ciudad entera.

La cuestión era que yo no quería saber un número. La cuestión era que en cuanto empezaba a preguntarme estas cosas me golpeaba la magnitud de la posible respuesta. Y no podía simplemente dejarlo al aire, decir que jamás se podría saber o que es un número infinito. Porque es un número finito. Hay un número finito de hojas en el mundo. Eso era lo que más me fascinaba, si tiene sentido. Que hay muchas hojas en el mundo.

Y eso que sólo me estaba limitando a hojas de árboles. Ponderar las cantidades de algo más, como los granos de arena o el número de moscas en el mundo, y ya es adentrarse en el territorio de las pesadillas.


Poco tiempo después a esta ocasión de la asamblea, me encontraba leyendo el periódico y me topé con el testimonio de un sacerdote que hablaba de su vocación y explicaba cómo es que, de joven, se decidió por el sacerdocio. Parafraseo:

"Fue cuando, con un grupo de amigos, estaba escalando la Sierra Madre, que en un momento de descanso pude apreciar las montañas, los bosques, el cielo, la caricia del viento y la frescura del pasto, las increíbles formaciones rocosas a la que nos estabamos enfrentando, el cantar de los pájaros... que me fue imposible pensar que no hubiera un ser superior que hubiera creado tal perfección, vasta y bella. Pensar que todo esto fue creado por accidente me pareció ridículo. En ese momento decidí ponerme al servicio de ese ser que nos había hecho un regalo tan grande".

Me pareció muy conveniente de su parte. Después de todo, es más fácil pensar que un ser mágico inventó el mundo de un jalón, en lugar de creer que la Tierra se ha ido creando y perfeccionando a lo largo de miles de millones de años. Pero pude ver por primera vez cómo es que distintas personas lidian con la magnitud del mundo. Cómo es que buscan una respuesta, un por qué, una justificación. La del sacerdote es la más sencilla. La de los científicos es más complicada, pero al final buscan lo mismo: tratar de hacer cuadrar este inmenso lugar donde vivimos en términos que ellos puedan entender.

Katamari Damacy, el juego de Namco para Playstation 2, tiene algo que decir al respecto.

Se trata de un juego feliz, sencillo y puro. Resulta que el Rey del Cosmos, durante una de sus borracheras, sin querer destruye todas las estrellas en el cielo. Cuando ya crudo se da cuenta de lo que ha hecho, le encomienda a su hijo, el Príncipe del Cosmos, la tarea de repoblar el firmamento. Para crear de nuevo las estrellas, el Príncipe viaja a la Tierra armado con una katamari, una pelota a la que se le adhieren los objetos de igual o menor tamaño. El único problema: el Príncipe es milimétrico. Por ello, debe comenzar a rodar su pequeña katamari sobre objetos diminutos, como gises, clips y hormigas, cuidándose de no chocar con objetos más grandes. Conforme la katamari va aumentando de tamaño por los objetos adheridos, poco a poco es posible rodar sobre objetos que antes parecían demasiado grandes, para así añadirlos a la bola. Así, la katamari comienza agregando sólo cosas pequeñas, como dulces y centavos, pero va creciendo y puede rodar sobre plumas, frutas, libretas, teléfonos, gatos, juguetes, niños, adultos, autos, casas... En cada nivel el rey te pide que la katamari alcance un diámetro determinado, y te da una cantidad de tiempo para alcanzar este objetivo. Ése el único enemigo a vencer: el tiempo.


Conforme avanzas en el juego, el Rey te va exigiendo dimensiones cada más grandes y te otorga más tiempo, hasta que en el último nivel la katamari debe alcanzar 300 metros de diámetro y así crear la luna. Al ir dominando los nieveles, Katamari Damacy ya no se trata tanto de cumplir la meta que te fija el Rey, sino de ver qué tanto más puedes hacer crecer la katamari antes de que se agote el tiempo. El modo de historia puede ser completado en un sólo día, pero el juego cobra nueva vida una vez que comienza el impulso por querer vencer el record anterior al menos por unos centímetros más.

Katamari Damacy es divertido, inocente, tiene un encanto particular y la cualidad de llenar a todo aquel que presencia un juego en curso con un apabullante deseo de jugarlo por sí mismo. Su diseño es ingenioso porque parte de una idea muy sencilla y definida, y utiliza la tecnología para llevarla a alcances masivos. A pesar de su sencillez, este es un juego que no podría haber sido concebido en el PSOne, y uno sólo puede preguntarse lo que podría lograrse en una consola con más poder de procesamiento. Piénsenlo: se trata de un juego sobre hacer crecer una pelota. Simple. Lo increíble es el hecho de que todos los objetos en pantalla pasarán a formar parte de la pelota en algún momento. Es una maravilla de cálculo y geometría, este jueguito. La primera vez que te das cuenta de la magnitud de la empresa que Katamari Damacy se carga con su sencilla premisa es cuando, al ir rodando una enorme katamari de 15 metros de diámetro, regresas al área donde comenzaste el nivel. Y ante ti, pequeña, está la casa en la que te persiguieron los ratones, chocaste contra teléfonos celulares, y pudiste por primera vez adherir un gajo de naranja. Y ahora puedes agregar toda la casa, con sólo rodar sobre ella.

Puede sentirse que los creadores de este juego se esforzaron por enfatizar el elemento de la perspectiva. De que empezaste como un microbio y trabajando duro lograste superar todos los obstáculos, literalmente. Y tienes que saber que no aumentaste de tamaño mágicamente: todos y cada uno de los objetos que fuiste añadiendo a la katamari son visibles, y mientras estás levantando tornados y rascacielos puedes ver a las girafas forcejeando entre dos molinos y los colores pastel de los automóviles detrás de los luchadores de sumo. Y mientras tomas todo un edificio y escuchas los gritos de terror de los cientos de ocupantes, recuerdas a la primera niña que pudiste derribar en el parque y que se pegó a la katamari gritando "¡boing boing boing!".


Y si pones atención, pausarás y pensarás en una de las cosas que dice el Rey del Cosmos. El Rey se la pasa diciendo cosas absurdas todo el tiempo, y después de tantos insultos llegas a ignorarlo completamente. Pero dice algo muy obvio, algo muy cierto, algo que tienes que jugar por varias horas el juego para entender, y ver por la ventana, y asombrarte de sus implicaciones.

"EARTH REALLY IS FULL OF THINGS".

Y me acordé de mi propio descubrimientos del astronómico número de hojas en el mundo, y en el hombre que al darse cuenta de lo hermoso del mundo tuvo que adjudicarle la autoría a un ser superior para poder seguir viviendo. Katamari Damacy comparte con Shenmue II la noble tarea de recordarle al jugador lo fascinante y hermoso que es el mundo. Por eso comencé a caminar viendo hacia a un lado y a otro después de jugar Shenmue II, porque si en el juego una brizna de hierba saliendo de debajo de una casa me inspiraba respeto por la dedicación y la atención al detalle en un mundo virtual, no se le compara con la tremenda cantidad de detalles que nos rodean y que ignoramos diariamente. Si en Katamari Damacy, al observar la pelota nos asombra la cantidad de cosas que pudimos añadirle, es sobrecogedor apagar la consola y pensar qué dimensiones alcanzaría una katamari de verdad, si pensamos en la cantidad objetos individuales que existen tan sólo en nuestra casa. El mundo está lleno de cosas. De verdad.

Y quizá piensen, "qué lástima que necesites de un juego para darte cuenta de algo así". Qué puedo decir, de vez en cuando necesitamos que alguien o algo nos de unas sacudidas para recordar lo fabuloso que es el mundo, su vastedad, su belleza. No hace falta explicarlo, no es necesario adjudicarle su existencia a alguien o algo. La obra de arte más grande y más bella existe, y es lo único que importa.

4 Comments:

que comentario tan profundo.. jajaja creo que escribiste demasiado.. jjeje y me tomo mucho leerlo.. jaja siento que deseguro eres bueno escribiendo historias.. jhejeje bueno.. mis amigos que escriben hisotrias escriben bien padre... se me hace que tu tmb.. jajaj que chistoso pensar en pedro de chiquito.. jaja me das risa :D
ejejej adiooooosss :D

By Anonymous Anonymous, at 3:24 pm  

clap, clap, clap, clap


Ahora me lamento más haber vendido mi ps2.

By Anonymous Anonymous, at 3:53 pm  

bravo.

By Anonymous Anonymous, at 9:27 pm  

oO
ooaa!! que recuerdos de la infancia, yo la vdd no recuerdo que pensaba en esos tiempos.. nomas me acuerdo que cuando marcaba al 03 (para pedir la hora) me imaginaba que la voz de la operadora era un grillo asi bien caricaturesco tipo muppet, con unos lentes redondos grandes, cabello chino afro, y con chalequito..aahh y era mujer (digo x la voz) y tenia pestañas. ;D

By Anonymous Anonymous, at 3:12 am  

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