Hoy vi en una repetición de
Furcio algo que me conmovió mucho. Lo tenía de fondo mientras estaba revisando correo y me sacó de mi concentración el familiar sonido de "El Gallinazo", la canción que bailaba Mario Bezares en
Una tras otra. Levanto la vista y descubro que quien anda brincando, bailoteando, haciendo lagartijas y dando sentones en el suelo no era
Mayito, sino... Lucero. La Lucero de 1996, en el set de
Lazos de Amor, reconocible porque en una toma bailaba vestida con un atuendo seductor, y en la siguiente tapada hasta el cuello. Era un montaje de muchas instancias en las que, entre descansos, se puso a imitar la postura de ave de corral, a mover sus caderas de un lado a otro, a doblarse una camisa sobre su rostro (!) y agitar los brazos en el aire. Aparentemente lo hacía constantemente, a juzgar por la cantidad de peinados y vestuarios distintos que aparecían en el montaje.
La imagen tuvo más impacto al contrastarla con lo que vi la semana pasada en casa de mis padres, donde por quince minutos acompañé a mi madre mientras veía
Alborada, la novela actual de Lucero. En estos casi diez años ha sufrido una transformación cuya verdadera tristeza sólo descubrí hasta hoy. La Lucero que brincoteaba en los foros de Televisa de 1996 estaba grabando, sin saberlo, la que sería su novela más exitosa. Ya había alcanzado una estupenda recepción con
Los parientes pobres, pero
Lazos de amor se convertiría en un éxito que hasta el momento no ha vuelto a igualar. Aunque había estado presente en la TV desde que tenía memoria, Lucero se vio catapultada a una posición que aceptó como todo lo que posiblemente que quiso en la vida: ser adorada por miles, convertirse en "la Novia de América".
Se convirtió en imagen, en ícono de su empresa. Lloraba a voluntad para cumplir la meta anual del Teletón, su escaparate más importante. No descuidó su faceta de cantante, pero como Luis Miguel, rehusó aventurarse a lanzar nuevos clásicos del pop y la balada y prefirió asentarse cómodamente en la excelente ejecución de música ranchera, que nadie se atreve a (o le importa) destrozar. Si en su ascenso no estaba consciente de los riesgos que su pedestal implicaban, hizo un trabajo admirable evitándolos de manera natural.
Lucero se convirtió en una fachada. De qué, bueno o malo, no importa. Su impecable rostro llevaba a cuestas la responsabilidad de representar a Televisa, y sus palabras y acciones tenían cierto carácter oficial. Se convirtió en una muñeca de porcelana de relaciones públicas... y todo parece indicar que ni ella sabía en lo que se había metido. Cuando un día explotó furiosa contra la prensa, quien le reclamaba la prepotencia de uno de sus miembros de seguridad, la gente no se lo perdonó. Y no porque haya estado mal que atacara a la chusma petulante de la prensa de espectáculos mexicana, porque ella estaba en su derecho de agredir y defenderse en su frustración. No, México se horrorizó de ver a la Novia de América desencajada, furiosa, fuera de sí. Ésa no es la Lucero buena y sacrificada que, al ver los números del Teletón unas horas antes de que termine, balbucea entre sollozos que "no lo van a lograr". Lucero se despojó por unos minutos de la máscara y se mostró humana... y nadie quería ver eso.
Es por eso que me pregunto si sabía la magnitud del precio que estaba pagando por ser adorada. Al ser un ejemplo a seguir, Lucero perdió su derecho a expresarse libremente, a hacer tonterías sin ninguna razón, a ser egoísta, a estar sola, a hacer el ridículo. En ese punto de catársis en el que arremetió contra los medios, quizá sabía que mucho de lo que había construido se estaba derrumbando con cada palabra, con cada agitar de su puño. Pero espero sinceramente que haya sentido el sabor de la libertad en su lengua mientras decía todo lo que quizá se había guardado por muchos años. En ese punto, cuando
La Oreja y
Ventaneando sacaban todas su armas para hacerla pedazos, sentí un poco de admiración por ella, aunque sabía que se había tratado de una explosión del momento, no una acción cuidadosamente planeada.
Si probó esta libertad, su sabor no era sustituto a ser querida por millones de extraños. Inició un humillante proceso en el que trató de recojer los pedazos de su carrera, pidiendo disculpas que todos sabían que no eran sinceras. Pero el espectáculo la acogió de vuelta, con una nueva cláusula: iban a estar vigilándola. Su reencuentro con el público estaría condicionado, su participación en el Teletón sería mucho menor, y todas sus oportunidades ya no serían un derecho, sino un favor. Y ella parece aceptar, con la cabeza gacha, arrepentida no de lo que dijo o hizo, sino de haber tenido un momento de debilidad en el que casi lo perdió todo.
Veía entonces
Alborada con mi madre, el primer protagónico de Lucero después de ese fiasco. La máscara está de vuelta, pero ahora los pómulos comienzan a pronunciarse, y su voz es mucho más ronca. Le iba a decir a mi madre que "Lucero ya está dando el viejazo", pero no... no era eso. Ahora que la vi bailando feliz, la diferencia es más notable. Hoy se ve cansada, sin brillo. Sigue hermosa, pero la pérdida le pesa: haber tenido que volver a morderse la lengua, ahora definitivamente; haber derrumbado en un par de días lo que le costó toda una vida construir; estar de nuevo en plan estelar, pero ahora con todos observando cada movimiento, esperando que vuelva a caer.
Hoy la vi como nunca la había visto, ni en
Chiquilladas, ni en
Chispita, ni en el video de "Cuéntame". Una Lucero sana, llena de vida, que no tenía nada que perder y podía darse el gusto de burlarse de sí misma. Esa sonrisa sin culpa que no volveremos a ver. Y en ese par de minutos que parecía tan feliz haciendo el ridículo, la encontré más bella que nunca.
Ésa es la Lucero que quiero recordar.